Diferencias entre presión y tensión en la venta

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La venta está, con demasiada frecuencia, sometida a una serie de prejuicios que no han ayudado a configurar en el imaginario de la gente una visión amable sobre su verdadera realidad. Al tradicional recelo sobre la honestidad que los actores de la venta suelen tener se le suman otras tantas maldades que han traído hasta nuestros días esa falsa sensación que hace que denostar la función de la venta sea casi más un convencionalismo que no un pensamiento fundamentado.

Y esto no viene de hace cuatro días sino que lleva instalado entre nosotros casi tanto tiempo como el que los seres humanos llevamos sobre la faz de la tierra. Vamos, demasiado. Tan es así que incluso organizaciones cuya razón de ser es meramente cooperativa y sin ningún ánimo de lucro han preferido rechazar recibir ayudas en forma de donaciones de profesionales de la venta que han querido contribuir con su obra profesional a ese noble deseo solidario para con dicha entidad. Solo por no ser relacionadas con la venta y que se entendiera que al aceptar esa aportación se estaba por tanto de acuerdo con todo lo que la venta representa y sus “sucias” intenciones. Una pena.

Pero no todo está perdido y todos los que tenemos algo que ver con este noble oficio debemos izar la bandera de su honrada, honrosa y leal finalidad. Y digo oficio como si la venta solamente fuera eso: un oficio. Ya he insistido en varios de mis posts sobre la visión que tengo de la venta, que trasciende la categoría de profesión para convertirse en una manera de vivir que está en todos los actos humanos. Vendedores somos todos, aunque no siempre se esté en modo transacción interesada de productos o servicios. La venta es una transacción, sobre todo, de emociones.

Algunas de las tradiciones que han convertido a la venta en algo repudiable y supertemido por los que dicen no sentirse vendedores es el desigual empleo de fuerzas que se establece entre comprador y vendedor, según el lado donde resida el poder de la negociación. A menudo, este poder en el proceso negociador está en el comprador. Es quien suele tener la última palabra. Esa que tanto ansía un vendedor: sí. Un sí que viene acompañado de la forma verbal compro. Ese compromiso que suena a matrimonial, pero que en la mayoría de los casos no lo es ni de cerca, es un sí quiero que llega luego de toda una suerte de estrategias que los intervinientes en forma de comprador y vendedor han puesto al servicio del duelo negociador. No siempre ese anhelado sí se produce tras una intermediación neutra y sin daños colaterales. De hecho, los daños colaterales son casi inevitables y quedan para el inventario de la operación. El problema no radica en el brote de estas contusiones que acaban en el trato final sino en la dimensión de la técnica empleada para llegar a la afirmación positiva del comprador o del vendedor. Porque si la técnica aplicada excede los límites de lo soportable emocionalmente por el otro entonces no se ha conseguido un acuerdo sino un armisticio. Si no, una claudicación. En cualquiera de los casos estamos ante una mala operación cuyo final dista de lo que entiendo debe formar parte de la esencia de la venta y que no es otra cosa que conseguir un estado de satisfacción que promueva la confianza estable entre las partes.

Me refiero con todo lo anterior a que la venta la podemos simplificar bajo el paraguas de dos estratagemas predominantes que se usan por esos dos actores únicos que se lanzan al campo dialéctico y emocional de una operación comercial: el uso de la presión o el empleo de la tensión. Dos palabras que suenan muy parecido, pero dos elementos que producen efectos radicalmente diversos. Generar presión en el contrincante (estoy abusando de términos bélicos como si la venta se tratara de una guerra y nada más lejos de mi entendimiento de esta tarea; mi intención es que se perciba como metáforas de una relación cuya actividad tiene ciertas similitudes y desgastes a los de una contienda) es muy necesario porque activa dispositivos de defensa y ataque en el rival, que debe servir para despertar determinados mecanismos que conduzcan hacia la inclinación positiva del otro.

Promover la tensión es un perfecto acueducto hacia esos dos momentos de los que digo que hay que huir en la venta: el armisticio o la claudicación. Porque van a producir un mal acuerdo. La conciencia social da por bueno aquello de que es mejor un mal acuerdo que un no acuerdo. Quizás sea cierto, pero no complace aceptar que no se cuestione mucho más por qué se ha llegado a un mal acuerdo y qué cosas se han hecho técnicamente mal en la venta para pensar que lo mejor que se puede conseguir es ese trato de mínimos y con tantos rasguños.

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Los beneficios de una venta desarrollada bajo los parámetros de la presión son:

  1. Activa mecanismos de defensa en la parte que recibe la presión. Y estos son buenos como preámbulos de una lista más o menos larga de excusas, ya sean exteriorizadas o latentes. El mero hecho de citarlas o incluso de amagarlas, ya pone en desventaja a quien se escuda en ellas porque pone le pone en guardia y por tanto expuesto a un ataque más cómodo sobre esos flancos débiles descubiertos a la parte que está en fase ofensiva.

  2. Activa mecanismos de ataque en quien promueve la presión. Hilando con el punto anterior, permite el rearme para derribar los muros argumentales que ha levantado el defensor. El oponente en modo ofensivo puede guiar con las preguntas correctas el discurso. De esta manera, puede hacer desembocar a la otra parte en el autoconvencimiento de que una buena dosis de sus excusas anteriores se desmoronan, lo que le alejan del extremo defensivo para arrimarse a ese codiciado sí, que tan conveniente debe ser para todos los actores participantes.

  3. Mueve a la acción a la parte acomodada. Dejarse ir es una tentación humana en la que a menudo se sucumbe. Por ello es conveniente apretar el botón de la presión. También porque sirve para refrescar obligaciones abandonadas o desatendidas por algunas de las partes que impiden avanzar en la negociación. Por último, puede ser muy provechoso porque simplemente provoca cambios de actitud o de acción que pueden tornar un escenario estancado en un nuevo panorama más propicio a la solución final.

  4. Poner en alerta a las partes para recordar el fin último de la negociación: hallar un acuerdo conveniente. Una espiral contínua que no hace sino enredar a las partes en el marasmo del conflicto y el desacuerdo puede cambiar de signo con una adecuada estrategia de presión actuando sobre un punto que no sea definitivo, que no implique cortar el cable rojo y todo estalle por los aires. Se debe imprimir un empuje extra a un elemento importante del curso negociador pero que rompa la cuerda si no funciona la estrategia. A menudo, ese elemento sobre el que se ejerce presión pone de acuerdo a las partes y sirve de detonante para que el resto de la negociación se encare con un espíritu más facilitador.

  5. Cuestiona la actitud que predomina en la negociación. Enrollarse en la bandera del no permanente porque así parece que la otra parte acabará cediendo es una mala decisión. Agitar el ambiente con una carta que presione la negociación puede servir para que ambas partes recapaciten sobre su estrategia y visualicen que ese no es el camino para un buen acuerdo.

Por otro lado, tensionar una venta por cualquiera de las partes, sobre todo por aquella que tenga o pueda sentir que tiene el poder de la negociación, puede resultar perjudicial porque:

  1. Puede desencadenar la fractura total. Y ya hemos convenido que ese es el mejor síntoma del fracaso. Fracaso que en la mayoría de los casos hay que cargar sobre todas las partes, independientemente de la proporción de cada una en el desenlace final.

  2. Estropear el signo de la negociación. Lo que estaba discurriendo por los cauces de cierta normalidad litigadora puede enrarecer la atmósfera y poner a las partes exageradamente en guardia. Esta es el primer escalón para empezar a lanzar noes sobre el adversario.

  3. Puede activar las emociones negativas. Porque no todo el mundo sabe gestionarse emocionalmente y puede entender la tensión como un ataque personal (que en la inmensa mayoría de las ocasiones no es así). La ira es una carta que no hay que poner a jugar jamás en una negociación. Como muchas veces he compartido con mis colaboradores, las tripas hay que dejarlas en casa cuando se va a negociar y nunca, nunca ponerlas en la mesa del debate comercial.

  4. Enfocarse en los puntos de desacuerdo antes que los afines o próximos al cierre. En el camino que se debe seguir para prosperar en la negociación arrojar gasolina en pequeños o grandes incendios puede estimular la sensación de que cada parte solo está perdiendo. Esto a su vez, puede provocar que se quiera recuperar la ventaja perdida retorciendo argumentos gastados y que solo sirven para encallarse una y otra vez.

  5. Dejar una huella nociva para futuras negociaciones. Cuando la resistencia se vuelve dureza inexpugnable acompañada de un tono coercitivo o grosero, aunque la resolución final sea positiva, el peso del dolor incurrido puede dejar un surco imborrable que siente algunas bases peligrosas para negociaciones venideras. Es una mala manera de invertir en el futuro y en la generación de estados de confianza estables.

Importa bien poco quien es el protagonista de la acción de presión o de tensión. Unas veces le corresponderá al comprador (la mayoría) pero otras al vendedor. Normalmente se ponen en juego por el que siente o tiene el poder de la negociación. Lo trascendente es la manera estratégica en la que se usan, cuándo y, sobre todo, para qué. Ese para qué debe estar definido y diseñado con antelación en los procesos negociadores con el único fin de convertir el ejercicio en un éxito para ambas partes. Por ello afirmo con tanta insistencia que la venta es maravillosa, porque no es fruto espontáneo de las capacidades innatas de una persona, o de las reacciones en caliente con más o menos fortuna de quien interviene en la venta. Es el resultado de la perfecta combinación de la ciencia estratégica y el arte insondable del vendedor y también del comprador. Para acabar, más de refranero español: dos que no quieren, no se pelan. A lo que refraseo diciendo: dos que quieren, llegan siempre a un buen acuerdo. ¡Viva la venta!

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